Madre mía, hay que ver la de cosas tan raras que nos lleva a hacer la desesperación. En el caso de algunos ello se traduce en «comerse» a cualquier gachí que pillan por ahí en un bonito sábado noche y en mi caso concretamente se traduce en el hecho de tragarme cualquier película con una carátula chocante y título chungo de cojones. Y claro, con semejante criterio tan sumamente acojonante es normal que tras acabar de ver el film me mire al espejo, meta la cabeza debajo del grifo y acabe preguntándome: «¿Pero porqué he tenido que ver esta puta mierda?»…
Pues bien, este momentazo tan dramático digno de premio Emmy es lo que he vuelto a hacer una vez más tras el visionado de este film al que dedico la reseña de hoy. Seguro que muchos os preguntaréis que de dónde cojones saco estas paranoias, si me llevo una buena comisión por ver estas cosas o si lo hago para impresionar a alguna extranjera, a lo que sólo puedo responder que no tengo ni puta idea de porqué no escarmiento de una vez y me alejo de estas pelis chungas como el que se aleja de un sifilítico que viene a estrecharte las manos tras acabar de mear sin lavarse las manos…